La revolución de nuestra cotidianeidad gracias al Internet de las cosas está aún por llegar y, por lo tanto, solo se pueden hacer hipótesis sobre cómo afectará esta tecnología a nuestra vida, más aún si se tiene en cuenta que son pocos los que viven en una casa inteligente o usan objetos wearables (objetos dotados de esta tecnología que se pueden vestir). Por otro lado, hay otras innovaciones que poco a poco sí se van incorporando como son los cajeros automatizados, las cámaras de vigilancia inteligentes y las fábricas con un funcionamiento autónomo. Sin embargo, estos avances quedan en un segundo plano, pues no afectan de forma tan visible a nuestra rutina. La integración absoluta del IoT supondría estar continuamente rodeados de sistemas informáticos que recogen e intercambian datos en Internet. Si se recurre a estos objetos dentro del propio hogar, se cuelan por completo en la esfera privada.
Vivir en una casa inteligente trae consigo numerosas ventajas: gracias a los datos recopilados sobre los diferentes moradores y sus actividades, se puede reaccionar por anticipado y facilitar determinadas actividades cotidianas. Los aparatos electrodomésticos se autorregulan y así garantizan una mayor seguridad: fuegos de cocina que se apagan automáticamente o puertas de viviendas que se bloquean solas.
Muchos de los dispositivos conectados a la Red responden a un patrón de comportamiento: un reloj de pulsera inteligente encargado de estimular un estilo de vida saludable avisa al usuario cada vez que detecta un aumento del sedentarismo. Sin embargo, las necesidades humanas solo son predecibles hasta cierto punto, sin olvidar una pregunta clave que suele acompañar al uso de esta tecnología: ¿y si la tecnología controlase de forma creciente nuestro estilo de vida? Imaginemos que empiezan a surgir aseguradoras que cobran una u otra tarifa teniendo en cuenta la información recogida sobre la actividad física realizada por un cliente. ¿Sería ético? No solo los expertos en este campo tratan de encontrar una respuesta, también los profesionales de TI discuten sobre las desventajas que puede traer consigo la aplicación del IoT.
Una cosa sin duda está clara: los dispositivos para uso doméstico ya disponibles son bastante prácticos. Un ejemplo de ello es el termostato inteligente de Nest, empresa adquirida por Google, capaz de detectar la temperatura habitual de la calefacción en un lugar, para más tarde regularla autónomamente. Un detector de movimiento registra si los habitantes se encuentran en casa y apaga la calefacción en su ausencia. Esto reduce los costes de calefacción, ahorra recursos energéticos y aumenta el confort. Si los habitantes deciden volver a casa antes de lo habitual, pueden encenderla antes de llegar.
Algunas innovaciones probadas en determinadas ciudades son una muestra de lo que el IoT permitirá llevar a cabo en el sector público en un futuro. En una escala global, el Internet de las cosas podría hacer mucho más eficiente el transporte, el tráfico, la recogida de basura, etc., aunque para ello sería necesario crear una infraestructura completa de farolas, contenedores, semáforos y fachadas de edificios interconectados que captaran la información a través de sensores.
Santander es un ejemplo de ciudad inteligente. Las estrechas calles del centro cuentan con miles de sensores para medir el volumen de tráfico y mediante una app se avisa a los conductores de las rutas más concurridas así como de las plazas de aparcamiento disponibles. Ámsterdam, por su parte, dispone de farolas inteligentes que regulan la intensidad de la luz proyectada, de modo que cuando no hay peatones ni coches cerca se apagan, lo que reduce la contaminación lumínica y ahorra energía.