El término FOMO apareció por primera vez en el nuevo milenio como consecuencia de la expansión de las redes sociales. Sin embargo, no es algo nuevo, pues se trata de un fenómeno tan antiguo como la propia humanidad. El miedo a desaprovechar la vida, a dejar pasar oportunidades o a tomar decisiones erróneas son cosas que el ser humano ya conocía desde siempre. Las redes sociales solamente han magnificado la intensidad y la frecuencia del “fear of missing out”.
Porque, gracias a Facebook, Instagram y cía., podemos echar un vistazo constantemente a la vida de los demás. Vemos a amigos con su recién estrenada familia, a conocidos que han dejado su trabajo y ahora viajan por el mundo, y al empresario en línea que con veintipocos ya tiene varios millones de euros en el banco. El escaparate digital nos induce continuamente a comparar nuestra vida con la de los demás.
De pronto nos parece que nuestra vida es aburrida, insípida y nos vemos a nosotros mismos como perdedores. Brota la envidia y la autoestima se hunde. En tales casos, pasamos por alto algo fundamental, y es que nuestros amigos y conocidos presentan principal o exclusivamente el lado bueno de su vida cotidiana.
Aquellas personas que se sienten socialmente aisladas son especialmente propensas a desarrollar FOMO al usar los medios sociales. Se podría suponer que las plataformas sociales repercuten positivamente porque ofrecen oportunidades para establecer nuevos contactos, pero los estudios muestran que su efecto es más bien destructivo.
Quien se desplaza a través de innumerables actualizaciones de fotos y vídeos en las que los usuarios celebran su vida aparentemente emocionante en grupos de amigos, lo único que consigue es experimentar más soledad y un sentimiento de exclusión si en su caso no tiene una vida social satisfactoria. De ahí surge a menudo el ansia por pasar más tiempo en las redes sociales para sentirse parte de un grupo. No obstante, las relaciones reales no suelen nacer de esta forma.